Aquí, en este momento, termina todo, se detiene la vida. Han florecido luces amarillas a nuestros pies, no sé si estrellas. Silenciosa cae la lluvia sobre el amor, sobre el remordimiento. Nos besamos en carne viva. Bendita lluvia en la noche, jadeando en la hierba, trayendo en hilos aroma de las nubes, poniendo en nuestra carne su dentadura fresca. Y el mar sonaba. Tal vez fuera su espectro porque eran miles de kilómetros los que nos separaban de las olas, y lo peor, miles de días pasados y futuros nos separaban. Descendían en la sombra las escaleras. Dios sabe a dónde conducían. Qué más daba. «Ya es hora -dije yo-, ya es hora de volver a tu casa.» Ya es hora. En el portal, «Espera», me dijo. Regresó vestida de otro modo, con flores en el pelo. Nos esperaban en la iglesia. «Mujer te doy.» Bajamos las gradas del altar. El armonio sonaba. Y un violín que rizaba su melodía empalagosa. Y el mar estaba allí. Olvidado y apetecido tanto tiempo. Allí estaba. Azul y prodigioso. Y ella y y...