LA LLUVIA
LA LLUVIA
Llovía con furia, con intensa y constante desesperanza y no lo digo por la pena que llevaba en su corazón, lo digo porque llovía a mares.
Llovía a mares y Lucía arrastraba un cochecito de niño al que protegía con su único paraguas y toda la dedicación que su juventud podía darle.
Llovía a mares, en sus ojos y en la calle, aunque no en su esperanza- su mínima ventana a la vida- y entonces llegó él, Álvaro.
¡Tanto tiempo sin verse!
Se encontraron en la casualidad de aquella acera y él se ofreció a llevarlos.
Si me esperas —dijo Álvaro— en esta esquina, voy a por el coche, subimos al niño, plegamos el carrito y os llevo a donde tú me digas.
A mi casa que es el polo”, quiso decir ella, como Sabina, pero era totalmente impropio porque su casa tenía una magnífica calefacción central.
Llovía con terquedad. Los minutos le parecieron eternos a Lucía cobijada en la entrada de una inmobiliaria. Finalmente, frente a ella, en la esquina, el conocido megane azul se detuvo.
No esperó a que él descendiese a ayudarla. Rápidamente abrió la puerta, metió el paraguas, colocó al niño, plegó el carrito y se sentó.
Miró al frente, ya podemos ir al polo que es mi casa, se decidió a decirle, pues eso sí era verdad.
Por el retrovisor se veían los ojos de él. Unos ojos que la miraban fijos, petrificados, atónitos, desorbitados. Bajo ellos, un inusual bigote enmarcaba una boca aún más atónita.
Y Lucía abrió la puerta precipitadamente se sacó a sí misma, el cochecito, al niño, el paraguas.
A su espalda escuchó la voz familiar de Álvaro. ¿Pero qué haces cariño? Acabo de aparcar, detrás del megane. He cambiado de coche.
En IMPREVISIBLE AZUL. HUERGAFIERRO.2009
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