EL AMOR Y LOS MEMBRILLOS


Cuando era niño, un niño de seis o siete años, creía que el amor dura lo que dura el dulce de membrillo.

Al acabar septiembre con sus ramas cargadas de frutos, se adueñaba de la casa una procesión de cestos, de sábanas extendidas cobijando los tesoros amarillos. Entonces, mi madre, se colocaba la teluela recogiendo su cabello, y un delantal blanco, más blanco que su voz y pasaba las tardes entre el burbujeo de la fruta y la espuma de todos sus secretos.

Mi padre asomaba de vez en cuando a la cocina, pelaba un par de piezas, miraba a mi madre. Mientras el olor dulzón toma las paredes de la casa se oían las risas de mis padres. Al acabar la tarde, ya en la cena, las manos de él sabían a fruta caliente y el pelo de mamá a besos de canela, al menos, así entendía yo, que sabían los besos, por entonces.

En ningún otro tiempo, ni espació, ni siquiera en días señalados, y pongo por caso un cumpleaños, o el aniversario de su boda, en ninguno, me afirmo, los veía amarse con esa intensidad.

Era como un arranque de locura, una pasión joven por sus brazos gastados, una sabía nueva en sus maduros troncos. Eran el campo en flor de los membrillos.

Hasta enero duraba el dulce en las meriendas. Mi padre, entonces, retomaba el comercio y los viajes, mi madre, en su ausencia, se echaba canela escondidas en la leche.

Pero la inmensa fruta amarilla, de olor calidoscópico, seguía alumbrando sábanas y ropas en los cajones más olvidados de la casa y las memorias.

Yo anhelaba septiembre para volver a ver el milagro del campo florecido en la cocina: las mejillas encendidas de mi madre, la nueva altura que tomaba padre.

Cuando era niño, un niño de seis o siete años, pensaba que el amor dura, lo que dura el dulce de membrillo.
Pintura, Elías del Río, efectúada en La Calle de los Soñadoes 2010.

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